Con el dolor prendido al alma

El día que mataron a su hijo Rosa estaba recogiendo café. Uno de sus ayudantes en la finca le avisó que lo habían asesinado de un tiro a la entrada de su casa. Rosa dejó el canasto lleno de cerezas de café y corrió con todo lo que le daban sus piernas de 74 años para ver lo que había pasado. Su hijo estaba con los ojos abiertos mirando al infinito cuando ella lo vio tirado en el suelo.

Les habían llegado amenazas desde hacía varios meses, pero ni ella, ni su esposo, ni su hijo pensaron que fueran verdad. Su familia era trabajadora, no molestaba ni se metía con nadie. Samaná, un municipio al oriente del departamento de Caldas en Colombia, donde la energía de los ríos, las cascadas y montañas se siente tan pronto uno llega, convivió por muchos años con la presencia de la guerrilla y los paramilitares que amedrentaban a la población.

La familia de Rosa se dedicaba a cultivar su tierra y vender los granos de café en la cooperativa más cercana. Los paramilitares les exigían pagar una “vacuna” y si no lo hacían eran vistos como simpatizantes de la guerrilla.  Ellos nunca cedieron. De vez en cuando jóvenes en uniforme y botas se acercaban a su casa pidiendo comida. Rosa no sabía a que bando pertenecían, y los sentaba en su mesa y les preparaba algo de comer.  A su hijo lo mataron los paras porque pensaban que estaba ayudando a la guerrilla, pero en realidad él lo único que hacía era ayudar a sus padres en la finca. Han vivido del café desde hace décadas, y es el único oficio que la familia sabe hacer.

A Rosa se le llenan sus azules ojos de lágrimas cuando cuenta su historia.  Los surcos de su cara y sus manos arrugadas dan fe de toda una vida de trabajo en el campo. Su casa está rodeada de unas imponentes montañas adornadas con cafetales y árboles frutales. Es una construcción humilde, pero hermosa e impecable. Me ofrece café con panela y arepa en una pequeña cocina con estufa de carbón, donde las ollas colgadas en las paredes son tan relucientes que parecieran alumbrar la estancia.  Al recorrer su casa se ve que Rosa ha puesto un especial esmero en la decoración: las camas llevan mantas de colores, hay repisas con muñecas y figuras en plástico de personajes animados, un niño Jesús, afiches del Barça. En el centro de la mesa donde nos tomamos el café hay un pequeño recipiente con flores amarillas recogidas de su jardín.

Su esposo tiene 91, y al igual que ella todavía trabaja en sus cafetales. Cuando pregunto por él me dice que lo busque en la montaña, donde está cuidando sus plantas.

Rosa es una mujer valiente. Asumió la muerte de su hijo con entereza, y con el dolor prendido al alma decidió quedarse en su tierra, al contrario que muchos de la región que salieron desplazados como consecuencia del conflicto y la violencia (De 26,000 habitantes de Samaná, el 90% fue víctima del conflicto armado). Rosa se quedó en su casa, trabajando en lo que le ha dado de comer por tantos años. “Lo único que sé hacer es sembrar café”, me dice. “Seguiré en esta tierra hasta que me muera o me maten como a mi hijo”.

Hoy, en el Día Internacional de la Mujer dedico esta nota a Rosa y a todas las mujeres que como ella trabajan en las zonas rurales de Colombia. Por su valentía, su dedicación y entrega al trabajo, a su tierra y a sus familias. Mujeres que viven en regiones marginadas donde el apoyo del Estado nunca llega. Por ellas se justifica celebrar un día como éste.

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