Desde la Serranía del Perijá

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Siempre he estado conectada a la realidad colombiana, a pesar de que he vivido por fuera más de 18 años.  He estudiado de cerca los fenómenos históricos y políticos de los grandes períodos de violencia por los que ha atravesado el país. Soy consciente de las dificultades por las que muchas personas a través de varias décadas han pasado, de lo mucho que han sufrido.

Pero lo que he leído en los diarios y en los libros, jamás habían surtido el impacto estremecedor que tuvieron los testimonios de primera mano de campesinos de la Serranía del Perijá que tuve el privilegio de escuchar esta semana que pasó.  Campesinos que se vieron en el medio de un conflicto entre paramilitares y guerrilla, y que a mediados de los 2000 tuvieron que abandonar sus tierras, con tan solo lo que llevaban puesto, dejando atrás sus casas, sus animales, y sus tierras fértiles a las que se habían dedicado a sembrar durante toda su vida.

Dejaron atrás la esperanza de ofrecerles a sus hijos un futuro mejor, y huyeron del miedo, de las amenazas de ser asesinados por la mano implacable de los paramilitares,  en un ambiente de terror que contrastaba con la belleza deslumbrante y majestuosa del paisaje de la Serranía, del que jamás se pensaría ha sido testigo de tantas atrocidades. Huyeron para empezar de cero una vida nueva en algún otro lugar que no les ofrecía las oportunidades de desarrollarse como personas, mucho menos para ganarse el pan y alimentar a sus hijos.

Pero la vida siguió, y unos años más tarde, cuando la violencia había ya arreciado un poco, cuando las políticas del gobierno central se acordaron de las regiones marginadas del país y se aumentó la presencia militar en la zona, los campesinos fueron retornando poco a poco, aun con temor y llenos de desconfianza. Habían estado varios años fuera, y al regresar encontraron sus tierras arrasadas, sus casas totalmente destruidas, los pocos animales que quedaban con la mirada quebrada y huidiza, víctimas ellos también, del miedo. Como el Ave Fénix, los campesinos tenían que renacer de sus propias cenizas.

Pero no estaban solos. En un país de contrastes como es Colombia, se unieron varios factores para ayudarles a los campesinos a volver a empezar. Así, una de las instituciones más sólidas del país, inició un programa cuyo objetivo era facilitar el retorno de los campesinos desplazados a sus tierras, y contribuir al mejoramiento de la calidad de vida de muchas familias a través de la reactivación de la actividad agrícola. Los rostros de los campesinos al contar su desgarradora experiencia de por qué tuvieron que abandonar sus tierras, cambian completamente cuando hoy narran lo que han construido, los logros que han alcanzado. Es admirable ver con qué dedicación han vuelto a levantar sus cultivos. Los paisajes desoladores de hace unos años han dado paso a un paisaje exuberante, lleno de colorido y abundancia. Los ojos de los niños hoy brillan con la inocencia propia de la niñez; sus risas y juegos resuenan en las montañas de la sierra; el llamado de sus madres se levanta como un grito de orgullo que dice que esas son sus tierras.

Colombia es un país de contrastes increíbles. Al oír las voces de juglares que a través del vallenato recitan la historia de sus pueblos y veredas, uno se da cuenta de que a pesar de la violencia, a pesar de la pobreza y la falta de oportunidades, hay en el país gente maravillosa, siempre dispuesta a luchar por un mejor futuro, y siempre guiados por el ánimo de que hay que vivir la vida con optimismo y esperanza.

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