El alma de la fiesta

Me aburría inmensamente en esa reunión. Estaba allí por mi marido. Era la fiesta de fin de año de su compañía y yo no conocía a nadie. La gente se nos acercaba a saludar, mi esposo me presentaba a sus colegas, y seguíamos dando vueltas por el salón en busca de una copa de vino que pudiera aligerar el peso y la incomodidad de la situación. Tener una copa en la mano a veces nos proporciona una cierta seguridad. Yo me aferraba a la mía como si alguien me la fuera a quitar. Era una forma de estar “ocupada” mientras veía que mi esposo conversaba y reía con sus colegas, usando una jerga común que yo no comprendía.

La música no ayudaba para nada. ¿Quién la habría escogido? Con tanta tecnología que existe hoy en día para oír buena música de diferentes géneros, lo que sonaba parecía sacado del baúl de la abuela. Unas baladas que lejos de alegrar, sumían a los invitados en un ambiente un tanto lúgubre. Los organizadores de la fiesta claramente se habían olvidado del aspecto musical, y se habían enfocado en las viandas, que no dejaban de pasar cargadas en bandejas por manos de jóvenes y atractivas meseras.  Veía en las esquinas a gente sola que, como yo, parecía lo estaba pasando muy mal. Si tan solo pudiera cambiar la música, pensé, esto se compondría.

Fue entonces cuando lo vi. Estaba en la esquina del salón, un piano de cola que más parecía un mueble viejo, lleno de fotos familiares encima, que un instrumento musical. Me acerqué tímidamente a él, corrí y me senté cómodamente en la silla, abrí el piano y pasé mis dedos suavemente por sus teclas. Y como si no hubiera nadie presente empecé a tocar. Comencé con alguna melodía suave de Billy Joel. La gente se empezó a acercar. Nada como la música para alegrar el alma o animar una fiesta. Mi esposo sorprendido me miraba con una mezcla de orgullo y vergüenza. No era la primera vez que esto sucedía. Era difícil para mí contenerme de tocar el piano si veía uno, más aún cuando la selección musical era tan pobre. De Billy Joel pase a Cold Play, a los Beattles y Elton John. La gente empezó a pedirme canciones; ya a este punto habían apagado las baladas de la abuela y el salón se prendió y la gente animada empezó a cantar a voz en cuello.

Se nos fue el tiempo sin darnos cuenta, tal como sucede cuando uno lo está pasando bien. De pronto me vi ensimismada, mi esposo se me acercó y me dijo que me animara e hiciera el esfuerzo por hablar con la gente y tener un buen rato. Yo parpadeé, y me di cuenta entonces de que una vez más estaba soñando en las posibilidades ilimitadas que se me abrirían si tan solo supiera tocar piano.

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