La Habana vieja

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Viajar a la Habana es viajar en el tiempo. Una ciudad mágica que parece estar anclada en el pasado, con su imponente arquitectura colonial y esos autos antiguos que les dan color a las calles y que parecen ser parte de un set de una película de los años cincuenta.

Hay cuatro grandes zonas en la Habana: la Habana Vieja, el Centro, el Vedado y Miramar. Cada barrio tiene características diferentes, y a cada uno hay que dedicarle un tiempo para explorarlo y descubrir sus rincones. Nuestra visita empezó por la Habana Vieja, recorriendo sus calles y deteniéndonos sin prisa en cada una de sus bellísimas plazas: Plaza de Armas, San Francisco de Asís, Plaza de la Catedral, y la Plaza Vieja, cada una única y especial, donde el esplendor de las fachadas coloniales y sus colores pasteles se confunde con el verde de los árboles, y donde la gente se sienta en las bancas a ver la vida pasar.  La Habana Vieja, patrimonio de la humanidad de la UNESCO desde 1982, se ve bien mantenida, sobre todo en los lugares donde hay más tránsito de turistas. Se sale un poco del casco viejo y las edificaciones empiezan a verse más deterioradas, y se puede ver una casa espléndida recién pintada, al lado de un cascarón viejo al borde del derrumbe. Cada esquina merece una fotografía.

El recorrido por las calles nos va llevando a lugares emblemáticos, como la Bodeguita del Medio, o el Floridita,  centros de tertulia de intelectuales y donde Hemingway se tomaba sus daiquiris. Son lugares llenos de turistas, como el Sloppy Joe’s, así que nosotros preferimos evitarlos y salir en busca de bares menos concurridos. A cada bar donde fuimos nos decían que el de allí era el mejor mojito de la Habana. Creo pensar que cada uno tenía razón, porque cada uno me sabía mejor que el otro. El Café de Oriente, en la Plaza de la Catedral, me pareció un lugar especial para la hora del aperitivo, con su banda de músicos tocando el Chan Chan de Compay Segundo. Aunque esta prerrogativa no la tuvimos solo ahí. En realidad, en cada esquina, en cada lobby de hotel, bandas de músicos deleitan al turista con el mejor repertorio de música cubana.
Hay muchas casas en la ciudad vieja que requieren de una visita pausada: la Casa Árabe, el Museo del Ron, o instituciones culturales como la Fundación Alejo Carpentier, a las que se puede entrar y recorrer, bien valen la pena. La catedral es hermosísima, parece “música grabada en piedra”, como bien diría Alejo Carpentier. Dicen que es la más antigua de las Américas, aunque yo pensaba que ese privilegio lo llevaba la Catedral de Santo Domingo, en República Dominicana.

Edificaciones como el Capitolio, que nos tocó en reconstrucción, o el Teatro Nacional Alicia Alonso, son también joyas arquitectónicas de una riqueza inmensurable que vale la pena visitar y admirar detenidamente.

A la Ciudad Vieja hay que recorrerla con calma; de día y de noche. Hay que recorrer las calles Mercaderes y la más comercial Obispo, con sus librerías repletas de biografías de José Martí y el Ché Guevara, y fascinantes ediciones viejas de algunos grandes títulos de la literatura cubana y latinoamericana. Encontramos también restaurantes deliciosos, a los que tuvimos que hacer reserva de antemano, como La Guarida, Doña Eutimia, El Del Frente, O’Reilly.


Caminar el casco viejo nos lleva también a encontrarnos con lugares tan mágicos como el Callejón de los Peluqueros. Una callecita de no más de 150 metros, con restaurantes, cafés y galerías y una gran peluquería cuyo propietario ha hecho de su negocio un caso único de desarrollo local. (Para conocer más sobre esta historia ir a la sección Publicaciones de este blog y ver la nota sobre “Microempresarios en Cuba”).

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