Un día fatal

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Hoy tuve un día fatal. Para empezar, me tuve que despertar más temprano de lo normal, y mi rutina diaria de salir tan pronto me despierto para luego desayunar no existió. Hoy fue distinto. Salimos temprano en el carro y por alguna razón, no me dieron desayuno. Nada. Ni siquiera agua. Yo la miré fijamente a ella como siempre la miro cuando tengo hambre. Yo sé que me entiende perfectamente. Pero no me hizo caso. Ni me volteó a mirar siquiera.

Me monté en el carro pensando que quizás íbamos a hacer algún paseo especial. A ella a veces le gusta desayunar en otra parte, pero en realidad eso pasa los sábados. Y hoy era martes. Tan pronto me bajé del carro supe a dónde íbamos. Reconozco muy bien esa calle; la puerta que se abre automáticamente cuando uno se acerca al almacén; los acuarios tan grandes como llamativos que hay en el lugar; la comida para gatos y perros, los collares, los juguetes, todo lo que necesitamos las mascotas para estar bien. Me gusta ese almacén.

Lo que no me gusta es lo que me espera cuando lo atravieso. Al final del pasillo está el consultorio del veterinario. ¡No! ¡Allá no quiero ir! ¡No y no! Me echo al piso en la peor de las escenas. Sé que me veo ridículo, que ella no sabe dónde esconderse, pero no me importa nada armar un escándalo. Que se enteren todos de una buena vez: odio, detesto al veterinario. Me meten palos por todas partes; me inyectan líquidos que me duelen mucho, y lo peor de todo, hay ocasiones en que me dejan allá todo el día. Y hoy era un día de esos. Sin comer; sin saber a qué horas vienen por mí; encerrado en una jaula esperando mi turno para ser examinado. Ella se va; claramente no le importo, aunque me dice, “adiós Mango te recojo más tarde”. No me dejes aquí, le suplico con la mirada. Igual se va, me abandona. Creo que ya no me quiere.

Me van a lavar los dientes y me tienen que dormir porque soy un perro muy grande, me dicen. Siempre tienen que opinar sobre mi tamaño. Soy un labrador, ¿qué esperan? Me ponen una inyección de anestesia e inmediatamente cierro los ojos. Me levanto un tiempo después, veo que han pasado varias horas porque ya está oscuro. Me siento muy mal. No puedo abrir los ojos, mis piernas no me responden y me muero de hambre.

Ella llega por mí. Ni tengo ánimos de saltar de felicidad como siempre hago cuando la veo. Obedezco despacio, sin entender la lógica del veterinario de tener que dormirme para lavarme los dientes. Si me hubieran consultado les aseguro que me hubiera quedado quieto; muy quieto. Al menos hasta que él hubiera metido el cepillo en mi boca.

Aprovecho mi condición para que ella me consienta. Me acuesto en sus piernas. Me quejo cada vez que deja de hacerme cosquillas en la cabeza. Por la noche lloro y gimo, y hago que se levante a la mitad de la noche para salir afuera; camino lentamente, con la cabeza agachada. Ella se enternece, “nunca más dejo que te pongan anestesia Mango”, me dice. “Nunca más me lleves a ese lugar”, le imploro yo. Espero haya aprendido la lección, porque ¡odio, abomino al veterinario!

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