Camboya, el país de las sonrisas
” Bienvenida al país de las sonrisas”, me dijo la primera persona que me saludó cuando aterricé en Siem Reap, Camboya. Pensé que lo decía por simple cortesía, pero me dí cuenta después que tenía razón: la gente es muy hospitalaria, le preguntan a uno todo el tiempo cómo está, son atentos, amigables, conversadores, y sonríen con una gran facilidad.
Al visitar Camboya es inevitable recordar los períodos más amargos de su historia. Veinte años de guerra civil dejó a la población devastada y con una huella de dolor imborrable. Más de 1 millón de personas fueron asesinadas durante el régimen del Khmer Rouge, entre 1974-79. Torturas, ejecuciones, trabajo forzado, eran prácticas comunes durante esos años. Las nuevas generaciones no hablan mucho de la guerra, pero sus padres si, y a pesar de que ellos también sonríen, se les nota el dolor en sus miradas.
Siem Reap es una ciudad pequeña de grandes contrastes: inmensos resorts que afean las avenidas, cientos, miles de motos que se abren paso entre el tráfico de la ciudad, venta de comida local en las calles y grandes restaurantes que anuncian una oferta de gastronomía francesa muy llamativa. Spas de todo tipo, templos budistas o hindúes, bazares que ofrecen miles de baratijas, y una vida nocturna muy activa, con bares, música y mercados nocturnos. Puede llegar a ser una ciudad caótica, pero es un caos fascinante y lleno de vida.
Pero la principal razón por la cual los turistas llegan a Siem Reap son los templos de Angkor, que son patrimonio de la humanidad. A solo 15 minutos de la ciudad se encuentra uno de los complejos de templos religiosos más grandes e imponentes del mundo. El tuk-tuk es la forma preferida de los visitantes de llegar a ellos, y en mi caso también fue la mejor opción porque le podía decir a Ly, nuestro amable conductor, que se detuviera cada vez que veíamos algo que llamara nuestra atención para verlo de cerca y conversar con la gente que nos encontrábamos a nuestro paso, con ayuda de su traducción.
De todos los templos el más importante es Angkor Wat, ícono de la cultura de Camboya. Ahí llegamos al atardecer el primer día que lo visitamos y nos tocó presenciar los colores anaranjados de la puesta del sol frente al majestuoso templo que fue construido en el siglo XII en homenaje a los dioses hindúes. Al otro día volvimos al amanecer para verlo con otra luz y otra perspectiva. Ly nos llevó por un camino donde los turistas poco transitan, porque desde antes del amanecer el templo es muy concurrido. Caminamos en silencio por un inmenso bosque oscuro donde solo se oían los sonidos de los animales nocturnos. Con una pequeña linterna nos iluminamos el paso hasta llegar al templo. Allí esperamos un buen rato hasta que tuvimos el privilegio de ver y sentir la salida del sol y cómo las cúpulas de Angkor Wat iban apareciendo en el cielo y reflejándose en el lago del frente.
Del total de templos que visitamos mis favoritos fueron, además de Anwkor Wat, el Templo de Ta Phrom, un complejo cuya construcción se ha insertado con el paso del tiempo en la naturaleza, en las raíces de inmensos árboles que abrazan literalmente las torres y embellecen y hacen único el lugar. El Templo de Bayón, me gustó mucho porque tiene unos rostros inmensos grabados en sus torres, Budas que parecen mirarnos directamente a los ojos y que transmiten serenidad, y relieves de escenas que nos llevan a imaginarnos una época distante y lejana.
Al otro día atravesamos campos de arroz, entramos a mercados locales, vimos cómo vive la gente. Las casas son construidas en su mayoría en madera y bambú, levantadas del piso por altos pilares que las protege de inundaciones. La gente posee pocos muebles, y los interiores son espacios abiertos, sin privacidad. Duermen en esteras en el suelo, y comen en unas tarimas de madera sentados igualmente en el piso. Tienen estufas de carbón y baño en la parte de afuera de las casas. Hay un gran desapego por las cosas materiales, es la manera como han vivido siempre, como nos dijo uno de ellos: “nuestra gente se satisface con poco”. En muchos sectores aun no hay electricidad, y el alcantarillado llegó solo hasta hace poco. Pero a pesar de eso la gente sonríe; sonríe cuando habla y comparte aspectos de su cultura.
Seguimos nuestro camino y llegamos a la comunidad flotante de Kampong Phluk, en el lago de Tonle Sap. A una hora de camino de Siem Reap se encuentra este pueblo en el que viven aproximadamente 600 familias, (3,000 personas). Para llegar hasta allá hay que tomar un bote; las familias hacen parte de una asociación que les permite tener una pequeña embarcación para transportarse. La comunidad tiene alcaldía, policía, escuela primaria y secundaria. Muchos de los niños que van a la escuela no terminan porque se retiran para poder trabajar y ayudar a sus familias. Para los maestros no es fácil desplazarse hasta estas comunidades, por lo que faltan mucho a clases, lo que genera un problema. Desafortunadamente dentro de la misma comunidad no hay suficientes maestros calificados que puedan atender a los estudiantes.
Las casas son altas, con pilares de 6 a 8 metros de altura, para estar preparados cuando sube el agua en épocas de lluvias y monzones. La mayoría de familias vive de la pesca, y muchas mujeres se dedican a la venta de productos de toda clase en los mercados flotantes.
Muchas experiencias nuevas e inolvidables vivimos en Camboya. Pero lo que más me gustó fue la gente: sus historias, su manera de relacionarse con los visitantes, y sus sonrisas, esa alegría genuina que nos enseña que a pesar de las dificultades siempre habrá motivos para sonreír.