Diana Pardo

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Mariposas de colores

Pedro Ruiz, Desplazamiento No. 111, 2008, óleo sobre tela

El miedo había llegado al pueblo, pero los hombres todavía no. Todos los días era lo mismo: los rumores que decían que los paramilitares habían entrado en la vereda de al lado y habían robado las casas y matado a mucha gente, y que los próximos íbamos a ser nosotros.  Mi amigo Francisco se había ido con su familia sin decir nada. No se despidió de mí, pero un día que pasaba por su casa vi que estaba desocupada. No había nadie. Ni ese día ni los siguientes.

—¿Mijo, y por qué no nos vamos nosotros también? — escuché a mi mamá preguntarle a mi papá una noche.

—Y acaso qué carajos podemos hacer en la ciudad? Si nosotros lo único que sabemos es cultivar la tierra. ¿Y de qué nos vamos a alimentar allá, si acá tenemos todo lo que necesitamos? — le respondió.

Todas las tardes cuando terminaban las clases nos íbamos con mis amigos al río. Nos gustaba nadar y jugar con las mariposas que se posaban saltarinas sobre nuestras cabezas y parecían perseguirnos. Había días que salían de todas partes, como una lluvia de colores. Pero un día mi mamá nos dijo a mi hermana y a mí que de ahí en adelante nos fuéramos directo a la casa después de la escuela, que era mejor que no saliéramos. Yo me moría del aburrimiento. En la casa no había nada que hacer, solo podíamos estar cerca de los árboles de mango que le daban sombra al patio, pero sin alejarnos mucho. Extrañaba el río.

Una noche estábamos afuera jugando con mi hermana, cuando oímos unos ruidos de gente caminando. Eran ellos. Se acercaron con sus uniformes camuflados y botas de caucho y preguntaron por Matías Angulo, mi papá. Él estaba adentro en la cocina con mi mamá preparando la comida en el horno de leña, y cuando oyó las voces salió.

—Buenas noches, venimos a comprarle su finca—, le dijo el más alto, un tipo gordo de barba larga que llevaba el arma en el hombro. Era la primera vez que yo veía un arma de cerca y sentí que me temblaban las piernas.

—La finca no está en venta—respondió mi papá.

—Pues usted verá, hombre—le dijo el grandulón. —Mañana a esta misma hora volvemos, y si ustedes siguen acá, no respondemos.

Los tipos se fueron y a mí el hambre que tenía se me quitó totalmente.  

—Tenemos que irnos—, dijo mi mamá caminando de un lado a otro. —No podemos correr el riesgo de que esa gente vuelva mañana y nos mate.

Sentí ganas de vomitar, pero me contuve.

—Niñas, alisten una muda cada una y métanla entre la mochila que usan para llevar los libros a la escuela—nos dijo mi mamá a mi hermana y a mí.

Yo solo tenía dos mudas más fuera de la que llevaba puesta, así que no me tardé mucho en empacar. Mi hermanita empezó a llorar porque quería llevar una muñeca grande que le había regalado la madrina de navidad, pero no le cabía en la maleta.

Nos comimos sin ganas la gallina que había preparado mi mamá, y nos fuimos al río a coger la canoa que usábamos para ir a vender los plátanos y los mangos y todo lo demás que mi familia vendía en el mercado.

—No nos vayamos por el camino de siempre pues por ahí nos pueden ver— dijo mi mamá.

Cogimos por una trocha que estaba llena de árboles y mi papá fue abriendo espacio con un machete que había llevado. La noche estaba oscura y no podíamos prender la linterna. Yo sentía que las plantas aruñaban mis piernas, como si fueran las garras de un animal. Solo se oía el croar de las ranas y los pájaros de la noche que detenían su graznido cuando nos acercábamos.

Después de un buen rato por fin oímos el sonido del agua. Antes de subirnos a la canoa yo quise meter unas piedras en mi mochila, pero mi papá me preguntó que para qué. Yo quería acordarme del río, sentir ese olor a tierra mojada y acordarme de las mariposas de colores. Pero mi papá no me dejó: “lo que quieras llevarte de aquí tendrás que guardarlo en tu cabeza”, me dijo empujándome para que me montara en la canoa, y empezó a remar con fuerza río abajo, mientras las mariposas se quedaban atrás.