Ser lideresa social en medio de amenazas
Mayerlis Angarita duerme poco. Siempre está vigilante de lo que le pueda pasar: corrobora que no haya panfletos con amenazas de muerte en su Whatsapp, revisa cámaras, verifica que los cuatro pitbulls que protegen la casa estén en su lugar prestos para reportar cualquier ruido o movimiento extraño y se asegura de que sus hijos estén en sus camas dormidos. Termina yendo a acostarse a las 3 a.m., después de un largo día de trabajo y de labores domésticas. “Al miedo uno nunca se acostumbra”, dice Mayerlis. Aun en época de confinamiento sus escoltas la acompañan. Al menos a ella el Estado no le ha quitado la protección, como ha sucedido con otros líderes sociales en Colombia.
El trabajo de Mayerlis como defensora de los derechos de las mujeres es ampliamente reconocido en todo el país. No ha dejado de trabajar durante la cuarentena, aunque la señal de internet donde vive es muy deficiente y el trabajo virtual se limita. Pero ahí está: pendiente de las mujeres que atiende en la fundación creada por ella, Narrar para Vivir, para ayudar a más de 800 mujeres víctimas de la guerra en los Montes de María, en el departamento de Bolívar. Su casa, por seguridad, no tiene ventanas hacia afuera, aunque eso no les impide vivir una vida llena de luz adentro. Las labores domésticas las comparte con sus tres hijos y un sobrino. Todos contribuyen a la limpieza, a cocinar, a cuidar a los animales y a trabajar en la huerta. El confinamiento también ha traído diferencias entre sus hijos, especialmente sus dos hijas menores. A veces le llegan con un “pliego de querellas”, como dice ella entre risas, pero han logrado mantener un ambiente armónico a pesar de todo.
Como muchos otros líderes, durante los días de cuarentena no ha dejado de recibir amenazas. La quieren fuera del país, le dicen a través de panfletos que difunde por redes sociales el grupo paramilitar Águilas Negras y alguien se los hace llegar a su Whatsapp. Mayerlis sabe que esas amenazas van en serio: ha sufrido tres atentados, el más reciente en mayo de 2019, cuando unos sicarios dispararon contra la camioneta blindada en la que iba en compañía de una de sus hijas. Su escolta le salvó la vida. Ella no quiere irse del país, de su liderazgo dependen muchas mujeres vulnerables aunque llenas de esperanza; pero tampoco quiere que la maten.
Los crímenes de personas defensoras de derechos humanos no se han detenido en Colombia durante la pandemia. Las medidas de confinamiento decretadas por el Gobierno como resultado del COVID-19, lejos de proteger a los líderes, los ha dejado más vulnerables. “A los defensores los están matando en sus casas”, dice Mayerlis.
Es la gran paradoja: el confinamiento impuesto para proteger vidas conlleva a una mayor ausencia de las autoridades en territorios donde las bandas criminales -que no han respondido a las normas de confinamiento- siguen operando y amenazando a los líderes sociales y a las autoridades indígenas.
La pandemia no puede tapar la epidemia de crímenes sociales que está ocurriendo en Colombia: en lo que va de 2020, al menos 32 activistas de derechos humanos han sido asesinados, lo que hace que este país sea el de mayor índice de asesinatos a líderes sociales en América Latina, de acuerdo con la Misión de Verificación de Naciones Unidas. Los activistas son asesinados por proteger a sus comunidades y oponerse al crimen organizado.
Mayerlis ha sido rebelde desde que era niña. Siempre frentera, no se quedaba callada ante las injusticias que veía. La conciencia social y el ánimo de ayudar a los demás los ha tenido toda su vida, pero se afianzaron aún más cuando los paramilitares desaparecieron a su madre en el departamento de Montería, cuando ella tenía solo 13 años, hace casi tres décadas.
Ella era muy niña y poco entendía, y la reacción de su padre fue no hablar del tema por temor a que los criminales volvieran por los demás familiares. “Yo entendí que no me podía quedar callada, y me negué a ser víctima. Fue lo primero que entendí. Mi papá decía que teníamos que decir que mi mamá se había muerto, porque si no iban a volver por nosotros. Decía que no, que había que decir que los paracos se la habían llevado. Eso era para mi papá terrible, porque le daba miedo”.
Unos pocos años después, Mayerlis empezó a conocer más sobre la dinámica del conflicto en Colombia, la deshumanización, el desplazamiento, las desapariciones. Empezó a leer y ver más noticias, se concientizó. Siempre quiso estudiar derecho, pero cuando desaparecieron a la madre tuvieron que huir del lugar donde vivían por temor a que volvieran por ellos y se fueron a empezar de cero en otro pueblo. No fue fácil para su padre levantarse de nuevo económicamente.
En el año 2000, unos días después de la masacre de El Salado, uno de los episodios de mayor violencia que ha vivido Colombia, Mayerlis decidió crear la Fundación Narrar para Vivir, en la que brinda apoyo a 840 mujeres víctimas del conflicto. “Quería que las víctimas tuvieran a dónde ir, supieran qué hacer, cómo denunciar. Quería que la gente supiera que nos estaban matando en vida. Que estaban torturando, violando, esclavizando a muchas mujeres. Empezamos a denunciar juntas”.
El trabajo con la fundación consolidó el deseo de Mayerlis de estudiar derecho. “Ese siempre había sido mi sueño. Cuando desaparecieron a mi mamá me lo arrebataron. No solo a ella, sino a la oportunidad de estudiar”. Pero no se dio por vencida, y muchos años después, a sus 35 años, separada de su esposo, con tres hijos a cuestas y liderando la fundación, empezó su carrera de derecho. “En 2012 me hicieron un atentado. Eso me llevó a reflexionar. Yo trabajaba y trabajaba para los demás, pero ¿dónde estaban mis sueños? En 2016 me fui a Barranquilla y me matriculé en la facultad de derecho. Yo pensé: el día que me maten por lo menos que tenga el cartón de abogado”. En junio se gradúa con un promedio de 4,7, uno de los más altos de su promoción, seguramente a través de una ceremonia virtual respondiendo a la coyuntura de la pandemia.
Para Mayerlis estos días de confinamiento se han hecho especialmente largos. El pasado 22 de enero recibió una llamada de la Fiscalía diciéndole que era probable que los restos de su madre —que ella después de muchos años de búsqueda pensó que nunca iba a encontrar— hubieran aparecido, pues habían encontrado restos que compaginaban con el ADN de Mayerlis. Ese día ella estaba con otras defensoras y le ayudaron, tomaron todos los datos. “Me siento privilegiada, porque es muy importante hacer ese cierre después de 25 años y saber la verdad, ahora sí voy a poder hacer el duelo”, dice llorando emocionada. No sabe cuándo finalmente podrá darle sepultura y tener un lugar donde llevarle flores y honrar su nombre. Pero la pandemia llegó y lo detuvo todo, menos la esperanza de Mayerlis de poder enterrar a su madre: “Siempre tuve un dolor en el corazón y un anhelo de encontrar a mi madre. Enterrarla es lo que sigue, y verles la cara a los victimarios también. No tengo odio, pero sí quiero que caiga todo el peso de la justicia contra ellos”.
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