Recicladores de la Soledad

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Llegue a la Soledad, un municipio del departamento del Atlántico, cerca de Barranquilla, Colombia, un día soleado y caluroso de abril.  Iba a hacer unas entrevistas en profundidad a unos recicladores del municipio, quienes desde hacía unos meses se habían afiliado a una cooperativa que les estaba ayudando a organizarse. Conocí gente desde los 18 a los 71 años de edad, entre hombres y mujeres con historias de vida distintas, pero con circunstancias similares. Todos ellos han crecido sumidos en la pobreza,  han vivido marginados, en una comunidad donde el Estado no llega.

La actividad de reciclaje –de vidrio, papeles, cartón y latas- les ha dado la opción de cubrir sus necesidades básicas de alimentación, pero pocos gozan de una educación formal, y en sus viviendas difícilmente tienen electricidad, agua y alcantarillado. Pero quizás lo peor es la estigmatización social en la que ha tenido que vivir, víctimas de “limpiezas sociales”, o de la violencia del campo que los ha obligado a migrar a la ciudad. Siempre perseguidos, lo han dejado todo para rehacer sus vidas. Pero nunca han perdido la esperanza. Y durante las varias entrevistas que sostuve, todos ellos se mostraron animados,  con ganas de trabajar, con ilusión de vivir, a pesar de todo.

Gilberto tiene 71 años, el pelo blanco, unos ojos azules de mirada diáfana y su rostro esta surcado de arrugas. Ha trabajado toda su vida como reciclador. No ha sido una vida fácil, y le ha tocado luchar y superar el estigma social que rechaza el trabajo del reciclador, que lo mira con desdén y desconfianza. Sin embargo, desde que está bajo la cooperativa, y con el patrocinio de una empresa reconocida que le apostó a esta comunidad, sus condiciones han mejorado sustancialmente. Recibió capacitación, y eso lo ha hecho sentirse seguro de sí mismo. “Nunca es tarde para aprender”, dice, “para mejorar”. Le dieron un uniforme, lo que ha contribuido a que la gente ya no los mire mal cuando van por la calle. Ahora los reconocen. “Antes éramos esclavos invisibles. Desde que tenemos uniformes ya somos alguien”, dice Gilberto, y a mí se me llenan los ojos de lágrimas.

Yo vengo a recoger información. A oír los testimonios de varios recicladores para saber cuáles son sus necesidades, y de qué manera la empresa que me contrató para hacer esta labor, y que los está apoyando, ha hecho diferencia en sus vidas. Al escuchar tantos tesimonios de personas humildes, trabajadoras y con esperanza, pienso que tiene razon Pablo Neruda cuando decia “nunca se aprende bastante de la humildad”.

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