Ruidos nocturnos
Como todas las noches desde hacía un tiempo, Amelia Flórez oyó un ruido. No sabía de dónde provenía, pero lo sentía cerquita, como si estuviera debajo o encima de ella. Se levantó, prendió la luz y miró debajo de la cama y no vio nada. No era un ruido molesto, era más bien el roce de unas sábanas, o un suave deslizamiento, un silbido, el paso de algo, de un ser, de una presencia. Miró detrás de las cortinas, debajo del mueble de la televisión, en las esquinas de la habitación. Todo parecía estar en el mismo lugar de siempre.
No se acostumbraba a dormir sola. Desde que se divorció, seis meses atrás, sentía cierta zozobra y había desarrollado un oído fino para captar cualquier tipo de ruido que se saliera de los sonidos de las vigas de madera o la vieja tubería de la casa que ya conocía. Antes de acostarse revisaba que las chapas estuvieran bien cerradas, que las ventanas no se quedaran abiertas y que todas las luces estuvieran apagadas. También hacía una meditación con música que le ayudaba a estar tranquila y a conciliar el sueño. Pero ese ruido la mantenía despierta.
Amelia dejó la luz prendida por un rato y esperó: esa noche el ruido se sentía más fuerte, más cerca. Alguien o algo la acompañaba. Sintió escalofrío. Se levantó al baño y se echó agua tibia en la cara. Pensó en llamar a Alex, su exesposo, él siempre le había ofrecido que cualquier cosa que necesitara le avisara. Pero tampoco era para tanto. ¿Qué le iba a decir? ¿Que escuchaba algo debajo de la cama? Seguramente él iba a pensar que lo llamaba porque estaba desesperada por verlo. Además, ella misma había visto que no había nada. Se sintió como una tonta. Apagó la luz y se fue quedando dormida arrullada con el ruidito que le había dado miedo antes. Quizás solo fuera producto de su imaginación o del estrés de los últimos meses.
Al día siguiente se despertó tarde. Salió sin desayunar a una reunión que tenía en su oficina. No pensó en el ruido nocturno en todo el día hasta que llegó a su casa en la noche. Después de la cena decidió meterse dentro de la cama a leer. No había apagado la luz cuando sintió de nuevo algo: además del ruido, la sábana que cubría sus piernas se sentía más cálida, casi caliente, como recién salida de la secadora. Esa noche hacía frío y ese sentimiento le gustó. Se arropó con las sabanas y apagó la luz. Estaba tan cansada que se quedó dormida al instante. A la mitad de la noche sintió que algo le rozaba las piernas y se despertó. Quedó sentada en la cama de un brinco, prendió la luz y no vio nada. Dudó si estaba soñando.
Pasaron cuatro meses y Amelia Flórez se fue acostumbrando al ruido nocturno de su habitación. Ya no solo no le temía, sino que le hacía falta. Se arropaba con las sábanas cálidas y se sentía acompañada. Empezó a conversarle, a comentarle cosas que le habían pasado durante el día, tal y como lo hacía con su esposo antes. Si miraba en los rincones era para cerciorarse de que esa presencia estuviera allí, aunque no viera nada, aunque no hubiera nada.
Amelia decidió dejar una canasta de frutas y una jarra de agua en una mesita de noche que tenía al lado de su cama. Pensaba que cualquier cosa que fuera lo que había en su habitación debía sentir hambre. Pero todo amanecía intacto.
Cada noche se fue acostando más temprano. Se imaginaba un encuentro nocturno con ese ser que la habitaba. Con esa presencia que había llenado el vacío que tenía por la falta de su esposo y con quien conversaba. Ya no necesitaba meditar para quedarse dormida, y había dejado de revisar obsesivamente las puertas y ventanas antes de irse a la cama. Seguía soñando, una y otra vez, con que algo le rozaba las piernas y la envolvía en un abrazo lento y cálido que ella disfrutaba.
Un día Amelia no fue a la oficina. A sus compañeros les pareció raro que no hubiera avisado que no iba, con lo responsable que era ella. Al otro día y al siguiente tampoco se reportó. Uno de sus colegas llamó a los contactos que Amelia había dejado en caso de emergencia. Nadie sabía nada de ella, pero cuando Alex contestó, se ofreció pasar por su casa pues todavía conservaba una llave.
Cuando entró a la habitación de Amelia, Alex no podía creer lo que vio. La mujer estaba tendida sobre su cama y una boa de seis metros de longitud enrollaba su cuerpo. En un lado del colchón se veía un gran agujero en donde la serpiente había hecho su morada. Una especie de tela marrón y negra servía de puerta al nido: era la piel de la boa que seguramente hacía muy poco la había mudado. Cuando Alex retiró la piel para poder ver mejor lo que había, unas veinte pequeñas serpientes de deslizaron con un silbido tenue fuera del nido. Era el mismo ruido que Amelia Flórez tantas noches había escuchado hasta dejarse arrullar en él.