¡Soltar amarras! Un viaje inolvidable por la costa de Croacia

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Nunca he sido amiga de los cruceros. Creo que es un turismo poco auténtico, que me sentiría encerrada, que sufriría al tener que cumplir con horarios al bajarme en cada destino, corriendo porque el barco se va a ir. No me gustan. Cuando mi esposo me invitó a conocer Croacia a vela, lo primero que pensé es que sería una experiencia similar a la de un crucero. Que me daría claustrofobia dentro del velero y que no tendría libertad para conocer cada puerto a mi propio ritmo. ¡Qué equivocada estaba!  Mi esposo es navegante, me conoce bien, y sabía que, a pesar de mi primera reacción, sería una experiencia que gozaríamos mucho los dos. Así que, ¡nos fuimos!

Tomamos un catamarán de 48 pies, con nuestro hijo que es el mejor compañero de viaje, y tres parejas de amigos a cuál más de divertidos; la compañía no podía ser mejor (a pesar de que faltaba mi hija). Habíamos viajado a Zagreb, ciudad que nos encantó y que amerita un relato aparte, luego a Dubrovnick, que parece sacada de un cuento, y de allí tomamos un carro por una carretera bellísima bordeando la Costa del Mar Adriático, hasta Agana, un pequeño puerto cerca de Split, donde nos esperaban nuestros amigos y Sandro, nuestro simpático capitán. Nos aprovisionamos de manjares y bebidas en un mercadito local, ¡y empezó el paseo!

Lo que yo sentí en el primer momento en que empezamos a navegar fue un sentimiento totalmente nuevo para mí. Había ‘velereado’ en algunas ocasiones, y montado en lancha millones de veces; pero la sensación de soltar amarras y elevar velas a través de un mar azul, inmenso, transparente, con el infinito hacia adelante, y con tan solo el sonido de los cascos del velero dejando estela sobre el agua, me produjo una felicidad inigualable. Al soltar amarras, soltaba además mis preocupaciones y ansiedades de las últimas semanas. Era una sensación de libertad absoluta.

Durante una semana recorrimos las islas de la Costa Dálmata. No eran distancias largas, solo dos o tres horas máximo de navegación cada día. Despertábamos en algún puerto, yo salía a correr temprano, hacíamos el desayuno y luego navegábamos hasta encontrar alguna ensenada en la que pudiéramos hacer kayaking, paddle boarding, nadar, o simplemente leer, conversar con los amigos y tomar drinks (¿Se imaginan un gin con tonic en ese paraíso?).

El plan cultural y gastronómico no podía faltar, así que en las tardes recorríamos los pueblos medievales que tienen en su mayoría un gran valor histórico, visitábamos los puntos de interés, entrabamos en las tiendas, los mercados de frutas y especies, hablamos con la gente, y almorzábamos por ahí.  En la noche tomábamos un carro para cenar en algún restaurante local que nos ofrecía los mejores y más frescos pescados y mariscos y vinos croatas que son muy buenos. Uno de los lugares que recuerdo con mayor agrado fue un restaurante rural de una familia, en lo alto de una montaña, (Roki’s), a 20 minutos de la marina, en Komiza (Vis Island). Con mesas al aire libre bajo los árboles y una luz tenue que nos permitía ver las estrellas, como de película. La especialidad del lugar era la cocina en pekas, unas grandes ollas de barro que cocinan lentamente los alimentos en una estufa de carbón.  Ese día la especialidad era cordero, acompañado de vegetales y papas cocinados a la perfección.  Garrafas de vino del viñedo de los predios de la casa, al igual que el aceite de oliva, los tomates frescos y el queso mozzarella. Una de esas noches inolvidables que se quedan grabadas en la mente y el corazón por siempre.
El paisaje que se va apreciando cuando se recorre a vela las islas del Mar Adriático, es hermoso: puertos pesqueros de arquitectura medieval, uniformes en sus colores que hacen juego perfecto con el azul del cielo y del mar. Son puertos donde la vida transcurre plácida y tranquila, y donde los gatos (muchos gatos) hacen su siesta sin importarle quien pase por su lado. Son puertos alegres, llenos de vida, que esperan a los visitantes con una gran amabilidad; porque la gente en Croacia es cálida y conversadora. Muchos crecieron en medio de la guerra de los Balcanes, que es una guerra relativamente reciente (25 años).  Y aunque parecería que no les gusta mucho hablar del tema, de vez en cuando surge en las conversaciones y se manifiesta el dolor de una época que debió haber sido muy dura para ellos.

Agana, Trogir, Komiza, Maslinica, Palmiziana, Hvar, Boboriska, y Split. Cada uno especial y único. Trogir fue uno de los que más me gustó. Patrimonio de la Humanidad de UNESCO, lleno de estrechos callejones que nos sorprenden con cafés al aire libre y almacenes de arte pintorescos, con su imponente catedral de San Lorenzo, y el mercado lleno de productos locales: flores, lavanda, miel, frutas, verduras, jabones artesanales. ¡Todo un deleite para los sentidos!  Komiza, con un toque bohemio y unas bellísimas casas en piedra, y ese ambiente único de los pueblos de pescadores.  Hvar me pareció la más sofisticada, en este recorrido que hicimos, con elegantes restaurantes y discotecas a las que no fuimos porque preferíamos tener nuestra propia fiesta privada en el barco. Split, la segunda ciudad más grande después de Zagreb, es muy linda e interesante; la ciudad vieja es también Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, y su centro de atención es el Palacio Diocleciano, que vale la pena visitarlo, por el gran contenido histórico que tiene.

Haber hecho este recorrido navegando en catamarán le imprimió al viaje un carácter único e irrepetible.  Fue la combinación perfecta con el recorrido por carretera, que al final lo hicimos de regreso de Split a Zagreb (donde empezó y terminó nuestro paseo), y tuvimos la oportunidad de ver campos de lavanda, viñedos, y de visitar el Parque Natural Krka, lleno de cascadas y una vegetación majestuosa.

Me enamoré de Croacia: de su gente, de sus paisajes, de su hermoso mar, de su cultura y su gastronomía. Y ahora sueño con volver a navegar, ojalá con el mismo grupo de amigos, a ¡muchos lugares más!

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