Un viaje al corazón de Marruecos (Parte 1)
Marruecos seduce, enamora, atrapa. Seduce la diversidad de su geografía, la gente, la cultura, la abundancia infinita de la naturaleza, la gastronomía. Seducen los ritos ceremoniosos a la hora de comer; los cuenteros en las plazas narrando historias y leyendas; la arquitectura modesta y sencilla hacia afuera y los diseños opulentos de los espacios adentro. Marruecos es un país donde cualquier fantasía parece posible.
Un viaje en automóvil desde el norte al sur del país nos ofrece la oportunidad de contemplar los más variados paisajes. Las montañas de los Atlas son impactantes, con sus altos picos terracotas y pequeños pueblos del mismo color que parecen colgados en la ladera de la montaña. Sus estrechas carreteras y profundos barrancos que quitan el aliento, y valles que aparecen de la nada como un oasis verde, llenos de árboles florecidos y quebradas cristalinas.
En los Atlas encontramos los pueblos beréberes, -la étnia más autóctona y milenaria del Norte de África-, con sus tradicionales casas de adobe, rodeados de cultivos de frutas o legumbres y rebaños de ovejas y cabras que son parte indispensable del paisaje. Se les ve trabajar todo el tiempo, a hombres y mujeres por igual, ajenos a los turistas y a la vida más allá de sus aldeas.
Parar en uno de estos pueblos y tener la suerte de que sea un día de mercado es un privilegio. A donde quiera que yo viajo siempre estoy en búsqueda de los mercados locales. Creo que es allí donde confluye la cultura de un pueblo en su expresión más auténtica. Ese día las familias llevan sus cosechas en burros que jamás se imaginaría uno son capaces de cargar con tanto peso y volumen; la abundancia, colorido y variedad de productos no lo había visto nunca en ningún otro lugar: sandías y melones enormes, duraznos, albaricoques, naranjas, -muchas naranjas-, hierbas, nueces, frutos secos. Se ven hombres y mujeres de todas las edades, y niños y niñas que ayudan a sus padres pero que aprovechan también para corretear por entre las tiendas.
Siguiendo la travesía por los Atlas (más al sur, en las Altas Atlas), cerca de Tinghir, nos encontramos con los Georges Du Todra. Un cañón de paredes terracotas escarpadas de más de 300 metros de altura, donde solo se oye el eco del silencio y el paso del viento entre los desfiladeros. El río Dades atraviesa el cañón, aunque sus escasas aguas solo son un recuerdo del caudal que algún día fue. Caminar a lo largo del río, entre las piedras, y elevar la mirada hacia las inmensas paredes que se levantan imponentes, es emocionante. Nos acordamos de lo pequeños que somos ante esa inmensidad de la naturaleza.
Nos vamos adentrando más al sur y el paisaje se va tornando cada vez más árido, desértico. A lado y lado de la carretera vemos campamentos de nómadas, comunidades que se mueven de un pueblo a otro, la mayoría de las veces acompañados de cabras, ovejas, o dromedarios, en busca de alimentos. Es su estilo de vida, les gusta estar en constante movimiento, sin ataduras y en espacios tranquilos, lejos de las ciudades. Muchos no reciben ningún tipo de educación, no van a la escuela (Marruecos tiene una tasa de analfabetismo del 30%). Pasan un par de meses en cada lugar y cuando se cansan siguen su camino.
Y llegamos a Merzouga, donde empieza el desierto del Sahara. Llegar al desierto es una sensación única y liberadora, (no solamente por el alivio que implica terminar las 8 horas de recorrido que hicimos desde Fes), sino porque se respira un aire de profunda calma, después de la algarabía de Fes -del que hablaré más adelante-. Esperamos a que fuera cerca de la hora del atardecer y nos fuimos en una caravana de dromedarios al lugar donde sería nuestro campamento esa noche. Durante la hora que duró el trayecto paramos al momento en que el sol se estaba ocultando y subimos caminando a una de las dunas para contemplar el espectáculo de amarillos y naranjas de un cielo encendido que parecía darnos la bienvenida, y que hacía juego con el color mostaza de la arena. Llegamos al campamento justo cuando empezaba a oscurecer. Solo se veían 4 grandes carpas, una de las cuales sería para mis hijos, y otra para mi esposo y yo. Alrededor solo se veían las siluetas de las dunas de arena. Esa noche, alrededor de una fogata, los locales tocaron sus tambores cuyos bajos se mezclaron con los latidos de mi corazón. Contemplar las estrellas y una luna llena que nos alumbraba fue parte de la celebración. Una noche única e inolvidable. A la mañana siguiente madrugamos a las 5 de la mañana para ver el amanecer, desayunamos y los dromedarios nos llevaron al lugar donde habíamos dejado el automóvil para continuar nuestro recorrido.
No he narrado aquí la ruta tal como la hicimos, sino que he escogido los lugares que más me impactaron recorriendo el país. Otro trayecto que disfruté mucho fue de Marrakech a Essaouira. Después de las curvas interminables de los Atlas esta carretera en línea recta hacia el Atlántico fue mucho más descansada y con un paisaje menos árido. Como en Marruecos todo parece ser posible, a mitad del trayecto vimos cabras subidas a los árboles como si fueran pájaros livianos. Las cabras buscan los árboles de argán, cuyos frutos guardan un aceite que además de gustarle a las cabras es muy utilizado en la industria cosmética.
El recorrido en automóvil nos permitió adentrarnos al corazón de Marruecos; literalmente, hacia el centro del país, y también a su alma, a la esencia de su cultura y de su gente, sobre todo en cada una de las ciudades y pueblos que visitamos y de los que les contaré en una segunda parte de esta historia.