Diana Pardo

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Ventana

La sala de espera estaba llena de gente. Personas de todas las edades que parecían muy tranquilas esperando que se anunciara el vuelo. Yo en cambio, luchaba en mi interior con la ansiedad que me produce montar en avión. Había hecho todo lo que estaba en mis manos para sobreponerme a ese sentimiento: me había tomado un par de vinos en la sala VIP del aeropuerto antes de embarcar y había logrado reservar en la silla 12 A, en la ventana, en la parte de adelante del avión, donde mi mente se ha convencido se siente menos la turbulencia. Mirar el cielo y las nubes hacia el infinito y apreciar la vista al momento de aterrizar me causa tranquilidad. Además, parecía que la silla de al lado estaba desocupada.

Todo iba bien.

Hasta que un minuto antes de cerrar la puerta del avión, en la silla 12 B se sentó un hombre más grande que la silla que lo contenía. Empezó a acomodarse en el asiento con unos movimientos frenéticos que me pusieron alerta y un poco más nerviosa de lo que ya estaba. Jugaba con su mesita, la abría y la cerraba como si estuviera asistiendo a un milagro.  Prendía y apagaba su luz y extendía su silla una y otra vez, extasiado.

Yo me concentraba en lo mío: en mantener la calma, en respirar como he ido aprendiendo en los innumerables videos de YouTube que he visto para vencer el temor de volar. El avión finalmente despegó, me di la bendición y traté de meterme en el libro que llevaba, alternando mi vista en sus páginas y en el azul infinito del cielo que veía desde mi ventana.

De pronto mi compañero de silla estiró su brazo y sin preguntarme siquiera, lo pasó frente a mi cara cerrando de un tajo la cortinilla de la ventana. Así, sin más. Sin imaginarse lo que eso implicaba para mi nivel de ansiedad. Suelo comprar mis tiquetes de avión con anticipación con el único fin de poder escoger la ventana, y ahora mi vecino decidía que estaba entrando mucha luz. Yo lo dejé. No le dije nada, quizás no quería someterme a una pelea con él. Esperé a que se durmiera -casi sobre mi hombro- y poco a poco empecé a abrir de nuevo la ventana.

Cuando la abrí completa tuve la suerte de presenciar el más hermoso atardecer. Decidí despertar al pesado de al lado para que lo contemplara. Error craso: sacó su teléfono y empezó a tomar fotos desenfrenadamente, acercándose a mi y a la ventana. Las tomaba horizontales, verticales, oblicuas. Luego se calmó. Yo me quedé con el cielo anaranjado y mi respiración acompasada hasta que aterrizamos en mi ciudad, y automáticamente mi ansiedad se disipó.