Baltazar

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Llegó una tarde al jardín de mi casa sin avisar. Yo estaba jugando con mis hermanos y él se me acercó despacio, como midiendo hasta dónde podía llegar. Le abrí mis brazos y se me trepó cauteloso. Era gris, de ojos miel y piel suave. Aunque venía de la calle no estaba sucio. Mi mamá pensó que era de algún vecino, y mientras preguntaba alrededor, yo ya había resuelto que fuera mío y él ya había decidido quedarse.

Le puse Baltazar, porque me pareció que iba bien con su cara.  Caminaba despacio por la casa sin hacer ruido, como si estuviera en puntillas, no fuera a molestar a alguien. Tomaba la leche que a mí no me gustaba, y aunque trataba de darle debajo de la mesa las habichuelas y zanahorias que me obligaban a comer a la hora de la cena, esas sí las rechazaba.

Yo insistía en darle a Baltazar el mismo tratamiento que a mis muñecas, pero a él no le gustaba. Le armé una casita entre el cajón de la cómoda que había en mi habitación, y a la hora de irme a la cama lo encerraba. Él se ingeniaba la manera de salir de ahí y se escapaba a algún rincón del cuarto sin que yo lo viera; pero a la mitad de la noche aparecía a mi lado y ponía su cabeza encima de mi cara como si fuera su almohada.

Cuando nos sentábamos con mi hermana en el sofá de la sala a escuchar los discos de cuentos de Disney, que el Niño Dios nos había traído la navidad anterior, Baltazar nos acompañaba. Oíamos las historias fascinadas mientras dábamos vuelta a la página de un gran libro que contenía con ilustraciones cada cuento. Baltazar disfrutaba ese momento y cuando la música indicaba suspenso, levantaba su carita como si entendiera de qué se trataba. Su cuento favorito era el de Peter Pan. Tan pronto empezaba a sonar la canción de “si acaso quieres volar”, movía sus orejas de un lado para otro como llevando el ritmo. Era una criatura musical Baltazar.

Como muchos de su especie, era independiente, y a mis pocos años yo no entendía por qué había momentos en los que, aunque lo llamara él no respondía. A veces se me perdía y lo encontraba en la mitad de las cortinas de los enormes ventanales de la sala. Mi mamá lo regañaba cada vez que lo veía porque Baltazar las aruñaba hasta sacarles huecos. En esos mismos ventanales me esperaba todas las tardes cuando yo llegaba del colegio. Lo primero que veía cuando me bajaba del bus era si Baltazar estaba ahí esperándome.

Al igual que lo hacía con mis muñecas, también bañaba a Baltazar. Por más que él peleara contra el agua como quien lucha por su vida, yo lograba meterlo en el lavamanos.  Un día estaba tan mojado, que mi lógica de niña me indicó que la mejor manera de secarlo era metiéndolo entre la secadora, tal como veía que mi mamá hacía con las sabanas. Me las arreglé para abrir la puerta, meter a Baltazar adentro y poner a andar la máquina. Sus aullidos de otro mundo llamaron la atención de mi mamá quien llegó corriendo a ver qué era lo que pasaba. Sin preguntarme siquiera paró la secadora y abrió la puerta, dejando salir a un gato tambaleante que nunca volvió a ser el mismo de antes.

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