Botellas vacías

El piso de madera de la casa de mi abuelo. El olor a cera que me calentaba por dentro. Libros por todas partes, dispuestos en doble piso sobre los anaqueles de guayacán: horizontales, verticales, pero siempre ordenados por género. La luz tenue de una lámpara que siempre estaba encendida, aunque fuera de día. El escritorio enorme de madera pesada al que no le cabía un papel más encima. La libreta verde donde tomaba sus notas con un estilógrafo Parker de tinta azul. La vieja máquina de escribir Underwood, con dos papeles blancos y en el medio un carboncillo, con tan solo una frase escrita como título. La silla de mi abuela que quedó vacía un día porque se fue muy pronto. Las lágrimas y la caja de pañuelos que se agotaba siempre muy rápido. Las botellas escondidas en los rincones pensando que nadie las encontraría. Y esa tarde: mi abuelo tirado en el piso cuando fui a verlo después del colegio. Estaba solo, con sus libros y las botellas vacías y el olor a cera que por primera vez no me calentaba ni el alma ni los huesos. 

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