Clase de tango

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Cada vez que pasaba por el estudio de baile mis ojos se detenían en el pequeño cartelito que ofrecía clases de tango. Una y otra vez lo dejé pasar, pensando que en caso de tomar una clase prefería hacerlo en la capital del tango, Buenos Aires, y con el amor de mi vida de parejo. Sin embargo, me seducía ver cómo las parejas entrelazaban sus piernas y sus miradas en un compás perfecto.

¿Para cuándo lo dejaría? Decidí inscribirme en clases particulares que empezaban la semana siguiente.

Compré una falda negra y unos tacones que me hacían sentir como una verdadera bailarina.  Llegué oronda con mi nueva pinta, y con el entusiasmo propio de aprender algo desconocido. El estudio era amplio, de pisos de madera y rodeado de espejos. Mi profesor bailaba como porteño, aunque era gringo, y me guiaba con una armonía única marcando los pasos, mostrándome la postura básica que me llevaría lejos: cabeza en alto, mirada a los ojos, tronco firme y pecho levantado.  Siente la música, me decía el profesor, y yo me dejaba llevar, ágil, liviana, ¡qué fácil parecía!

Pasaron varias sesiones y mis habilidades ascendían tan rápido como el costo de las mismas. Tener clases privadas de tango en Miami es una excentricidad que no podía darme el lujo de seguir. Tendría que tranzarme por clases grupales. “No hay problema”, pensé. “Con lo que ya llevo aprendido seguro se me va a facilitar”.

El grupo lo conformaban 6 mujeres y 5 hombres, además del profesor, quien al empezar la clase nos mostraba el paso, y las parejas se rotaban para poder bailar entre todos. Cuando me tocaba con el gringo porteño todo estaba bien. ¡Me sentía volando por la pista! El problema surgía cuando los otros parejos me tomaban de la cintura y sentía sus manos indecisas en las mías. En ese momento se me olvidaba todo lo que había aprendido en las lecciones privadas.
Mi pinta de bailarina profesional quedaba totalmente deslucida al lado de las vestimentas de estos bailarines. Ponían especial empeño en su look. Había uno en especial cuya malla rosa ceñida al cuerpo lo hacían ver como un participante de “Dancing with the Stars”. Cuando me tocaba con el cómo parejo me tenía que concentrar más en no dejar que se me acercara demasiado, que en los pasos que mis pies debían seguir. Había otro que tenía las manos blandas, seguro no le hicieron terapia de motricidad cuando era niño, y sus pies chocaban con los míos a pesar de que ambos tratabamos de seguir meticulosamente las instrucciones del profesor.

Sigan la música, siéntanla, decía el gringo. “Pero si no es tango”, reclamaba yo sorprendida mientras sonaba una bachata dominicana. No importa, tienes que acostumbrarte a sentir el tango adentro, a pesar de que oigas otra música. No entendí nunca esa lógica. ¿Bailar tango bajo una bachata?  Si suena bachata, mi cuerpo, que a veces se desliga de lo que le dice mi mente, empieza automáticamente a bailar al ritmo de la música que oye. Es obvio, ¿o no?
A medida que avanzaba la clase las manos de los bailarines se iban poniendo más sudorosas, y su entusiasmo al acercarse a sus parejas también aumentaba. Entiendo que el tango, como otros bailes, puede ser un instrumento de expresión y pasión. Yo misma buscaba esa liberación. Pero de ahí a apercollar a la pareja había un gran trecho. No había ninguna necesidad.


Fue así como luego de varias sesiones colectivas decidí posponer mi sueño de aprender a bailar tango. Tendría que esperar a buscar la oportunidad en algún boliche de San Telmo, en Buenos Aires, y con el amor de mi vida bailando a mi lado.

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