La chica del bikini

Estaba estrenando bikini. Su piel canela, tostada por el sol, contrastaba con el azul y el blanco de su nuevo vestido de baño. Sabía que al caminar por la playa y escoger el lugar para estirar su toalla, sería el foco de la mirada del hombre que hacía tan solo tres días le había quitado el aliento.

Lo conoció en el bar del hotel una noche, habían tenido una conexión inexplicable, como si se conocieran de siempre, y conversaron muchas horas que fluyeron como las olas del mar que ahora tenía frente a ella. Lo volvió a ver en la playa al día siguiente, alto y bronceado, acompañado esta vez de una mujer. Le dijo adiós desde lejos.

Cada mañana al salir a la playa sentía que su mirada la buscaba, como ella buscaba la suya. Ese día se sentía linda: cuando se enciende por dentro la chispa del amor la mirada brilla. Y con su bikini nuevo se sentía una diosa. Se acomodó en la arena, y luego de un rato lo vio: estaba sentado como a 100 metros de ella, parecía absorto en su lectura, y nuevamente iba acompañado de la misma mujer.

Le hizo una seña con la mano, saludándola.  Ella le devolvió el saludo y siguió en lo suyo, en su libro, en observar la gente que pasaba alrededor. Ese día la playa estaba llena: familias con niños, parejas, hombres y mujeres solos, nadando o tomando el sol.  Se moría del calor y decidió meterse al mar. El agua estaba cálida pero refrescante. Nadó un poco sin perder de vista la toalla y sus cosas, consciente de que la corriente la arrastraba. Quiso nadar un poco más, y de repente una ola la revolcó muy fuerte y acabó en la orilla a la vista de todos, con el pelo revuelto y lleno de arena y ¡sin la parte de abajo de su bikini!

No podía pensar, todo sucedió muy rápido, miró a su alrededor y no vio nada. Ni rastros del calzón azul del nuevo bikini.  Lo único que le importaba era si el hombre del bar la estaba mirando. Normalmente era poco pudorosa cuando se trataba de quitarse la ropa, pero no era esa precisamente la imagen que quería que él tuviera de ella.

Se sentó con las piernas estiradas en la orilla, tratando de arreglar un poco su dignidad y su pelo alborotado. No podía levantarse así; ya no quedaba nada del glamour de su entrada triunfal a la playa con su espléndido bikini azul y blanco unas horas antes.

Los minutos pasaban eternos, los niños la miraban con curiosidad, aunque desde atrás solo se insinuaba una breve línea que seguramente alguna vez le habían visto al plomero en su casa cuando se agachaba a arreglar una tubería. Respiró profundamente mirando hacia el horizonte, fingiendo una tranquilidad de la que carecía.

Cualquier persona pensaría que en una situación así la gente se muestra solidaria. Pero pasaban los minutos y nada sucedía. Hasta que de pronto sintió una toalla en sus hombros y una voz dulce de mujer que le decía: – “Veo que perdiste tu vestido de baño, no te preocupes, puedes usar esta toalla”-.  Giró su cabeza para ver que la voz de la mujer pertenecía a la compañera del hombre del bar.

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