El nuevo look de Valeria

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Era domingo cuando Valeria Useche notó la primera molestia en su barbilla. Comenzó con un par de pelos largos, hirsutos y gruesos, de esos que se ven a la distancia, imposibles de ocultar. Tan pronto como los vio en el espejo los quitó con las pinzas depiladoras, al tiempo que pasaba sus dedos por la zona para sentir su piel suave y lampiña.

Le llamó la atención que esos pelos aparecieran así, de la nada, pero decidió no hacerle mucho caso. Debía ser resultado de las pastillas anticonceptivas que estaba tomando en esos días, pensó, una simple reacción hormonal.

Pero esa misma noche cuando se iba a acostar, al lavarse la cara notó que por las fosas nasales se asomaban unos pelos negros, más oscuros aún que los que había visto en su barbilla pocas horas antes. Alarmada, Valeria buscó unas tijeritas de esas de punta redonda especiales para introducir en la nariz, que se acordaba alguna vez había comprado. No le dijo nada a su esposo, se metió sigilosa dentro de la cama y a la mañana siguiente cuando sintió que él se despertaba, se hizo la dormida para que él se levantara primero y le diera el chance de verse en el espejo. Se tocó la cara y no sintió nada. Respiró tranquila.

Su esposo estaba tomando café cuando bajó a desayunar. Se sentó frente a él, se sirvió ella misma una taza, comentaron los titulares de prensa del día. Ya cuando iba a salir para la oficina su esposo le dijo:

 —Tienes una sombra negra en el bigote—.

 Valeria saltó de la silla tumbándola de paso, y se fue corriendo al baño.

No salió de ahí hasta que oyó la puerta de la casa cerrarse detrás de su marido. No quería que ni él ni nadie la vieran así. No hubo necesidad de acercar su cara al espejo. La sombra era obvia. Tenía un bigotito tenue, lánguido, como los que les salen a los chicos en plena pubertad. No era cuestión de meterle un tijeretazo, ni mucho menos arrancarlos con pinzas. Esta vez tendría que afeitarse. Buscó la vieja máquina de afeitar que usaba en sus piernas hacía un tiempo, pero que después del tratamiento láser no había vuelto a utilizar. Estaba medio oxidada, pero era lo único que tenía. Verificó que no quedara ni un pelo en su cara y salió a una reunión de trabajo.

Esa mañana tenía que presentar ante un nuevo cliente una propuesta. Su jefe la había escogido a ella porque era la que proyectaba más confianza y quien tenía el discurso más persuasivo. Se había preparado bien, pero los incidentes capilares la pusieron nerviosa, al punto que tan pronto empezó a hablar sintió que sus mejillas se encendían acaloradas. Cada rato pasaba sus dedos por la barbilla o el bigote, en un movimiento que seguramente los demás leyeron como un tic de nerviosismo y que le restaron confianza. El jefe le hacía caras para que se enfocara, pero Valeria parecía estar en otra parte.

No se quedó a las preguntas del final, tampoco estuvo ahí para despedir al cliente. Se excusó y dijo que estaba indispuesta, y se fue corriendo a mirarse al espejo para ver qué era esa sombra oscura que se asomaba por el cuello de la blusa de seda que llevaba y que le producía tanto calor. Ni las tijeras, ni las pinzas, ni la máquina de afeitar servirían esta vez. Se apuntó el primer botón de la blusa y se fue directo a su casa.

Buscó en los cajones y encontró la cera que también usaba para depilarse el bikini. La calentó, la esparció sobre su pecho, presionó la tira blanca de tela sobre el área y arrancó los pelos emitiendo un grito de dolor. La piel le quedó colorada, como si se hubiera quemado por el sol.

Estaba extenuada. Se acostó un rato en el sofá de la sala y se quedó dormida. Se despertó cuando llegó su esposo. Tan pronto la vio se acercó a ella, la iba a besar, pero se detuvo. Valeria tenía barba, incipiente, pero casi tan parecida como la suya. Su belleza deslumbrante ahora tenía una sombra oscura.

Durante los próximos días Valeria no quiso levantarse de la cama. Los vellos eran cada día más y más espesos. Los tenía en la cara, en los brazos, en el pecho, en las piernas y hasta en la espalda. Afeitarse no parecía ser una opción porque lo que se rasuraba en la mañana le volvía a salir en la noche. Consultó con un médico y le dijo que tenía un síndrome de nombre impronunciable y le mandó a tomar hormonas femeninas que para lo único que le sirvieron fue para agudizar más su voz, ya de por sí bastante soprano.

Pasaron las semanas y el problema persistía, aunque el rechazo a sí misma menguaba. Se fue familiarizando con esas nuevas arandelas capilares que salían de su ser; las fue haciendo parte de su cuerpo, de su personalidad, hasta el punto de llegar a aceptarlas, como si tuvieran vida propia y se hubiera encariñado con ellas.

Empezó a ver su nueva condición como una oportunidad para diferenciarse de los demás, y cada día fue encontrando más ventajas: sus pelos la resguardaban del frío y de los rayos ultravioleta del sol. Cuando salía a correr, ya no hacía falta que se pusiera la vieja gorra azul que tenía desde hacía años, ni que se echara bloqueador solar en los brazos. Los vellos fungían como una delgada capa de tela que la protegía.

Valeria Useche se convirtió en la primera mujer en llevar una barba larga, ondeante, y abundante. Cada día se sentía más orgullosa de ese distintivo que la hacía única. Se daba cuenta de que su vida cambiaba; en las calles la gente se acercaba a observarla, les llamaba la atención el maquillaje impecable de sus ojos, el rojo intenso de sus labios y el contraste con su barba negra y brillante. Los autos paraban para dejarla pasar. Las revistas de moda empezaron a llamarla para preguntarle sobre su particular look; atendía entrevistas, reuniones y hasta hizo un par de comerciales publicitarios promocionando una loción especial para la barba.  Se convirtió en tendencia en las redes sociales.

A medida que la barba crecía, la relación con su esposo se deterioraba. En la intimidad ya no era lo mismo.  No eran los pelos de la espalda cuando abrazaba a Valeria lo que le incomodaba, no, eso no le importaba. Peleaban por cualquier cosa, que cogiste mi máquina de afeitar sin permiso, que ya no te veo nunca, que te la pasas en la calle, le reclamaba él. Se quejaba de que ella pasaba mucho tiempo fuera de la casa, se volvió celoso y le revisaba el teléfono cada vez que lo dejaba encima de la mesa para ver con quien era que se escribía tanto.

Una tarde su esposo le dijo que tenían que hablar.  Valeria ya no era la misma: la sentía lejana, distante. Necesitaba un espacio para él. No era por la barba, ¡faltaba más!, sino porque para Valeria la vida familiar ya no era una prioridad. Era mejor que cada cual tomara su propio camino.

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