I Will Never Surrender

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Liliana subió al auto después de haber pasado varias horas frente al espejo.  Se la veía radiante, con una minifalda que resaltaba sus largas y contorneadas piernas color canela.  Olía a jazmín. Juan la recibió con un beso. Llevaba unos jeans y camiseta blanca. También él se veía muy guapo. El viejo Dodge blanco se había convertido en el punto de encuentro en las últimas semanas. Era el único sitio donde podían estar a solas y besarse sin ser interrumpidos. En las casas de ambos siempre estaban sus padres y hermanos, era imposible estar solos.

Tomaron la carretera que conducía al campo, habían descubierto que al salir de la ciudad tendrían más espacios que aseguraban no ser descubiertos. En la casetera del auto sonaba a todo volumen el último disco de Supertramp, “Even in the Quietest Moments”. Juan le daba golpes al timón llevando el ritmo de la melodía, como si fuera un tambor. “Give a little bit, Give a little bit of your time to me…”, cantaba ella.

Ya se habían alejado lo suficiente de la ciudad cuando decidieron estacionarse en un paraje que encontraron tranquilo y rodeado de árboles. Juan abrió una botella de vino que había sacado del bar de su casa y sirvió dos copas.  Brindaron y se empezaron a besar. Al tiempo que se oía a Winston Churchill con su potente voz declarando “I Will never surrender” en Fools’Overture de Supertramp, Liliana sentía cómo Juan le iba subiendo tímidamente la falda, recorriendo sus muslos con sus manos grandes.  Ese día se había puesto una tanga roja de flores. Era la primera vez que le quitaba las bragas.

La respiración de ambos se fue agitando; Liliana sintió el cuerpo de su novio encima del de ella y aunque le dio miedo cerró los ojos y decidió dejarse llevar. La música de Supertramp iba subiendo en decibeles mientras sus sentidos empezaban a volar. “Can you hear what I’m saying, can you see the parts that I’m playing”…

 Un fuerte golpe en la ventana del auto los hizo frenar sus impulsos. Se incorporaron de inmediato. Liliana se bajó la falda y se abotonó la blusa, no pudo encontrar sus calzones; Juan se subió los pantalones de manera torpe, enredándose con la palanca de cambios. Dos policías alumbraron la ventana con una linterna y les pidieron que se bajaran del auto.

 —Sus papeles por favor. Tendremos que llevarlos a la comisaría. Estaban haciendo actos de exhibicionismo en un lugar público— dijo el que parecía el jefe.

—No señor oficial, primero esto no es un lugar público, de hecho, aquí no hay nadie. Y tampoco estábamos haciendo nada malo— dijo Juan entregando su licencia de conducir.

—Por favor déjenos ir— Imploró Liliana. Se imaginaba teniendo que darle explicaciones a su padre desde la comisaría. ¡Su papá la mataría! No hacía más que hablarles de la importancia de llegar virgen al matrimonio, de hacerse respetar. “No se prodiguen con los hombres”, les decía siempre a ella y a su hermana.

—Pues lo siento mucho, la ley es para todos, y ustedes están violando el artículo 33 del Código de Policía que prohíbe tener actos sexuales en la vía pública, explicó el jefe.

No les podía estar pasando eso. Era la primera vez que pasaban de un beso.

A las malas se subieron al carro de policía. La comisaría era un recinto pequeño, oscuro, mal ventilado y sin ventanas. Había dos oficinas solamente y en ninguna de ellas parecía haber alguien. El ayudante del jefe les pidió el número de teléfono de sus padres. Por sus papeles sabían que eran menores de edad.

—Por favor, señor agente, yo le prometo que no estábamos haciendo nada, no estábamos teniendo relaciones sexuales, como dice el código que usted cita, no vaya a llamar a mi papá—rogó Liliana desesperada.

—La única manera de comprobar si lo que usted dice es verdad es que se someta a un examen. A ver si es cierto que no estaban haciendo nada— dijo el jefe. 

El hombre cogió del brazo a la chica y se la llevó a una de las oficinas, cerrando la puerta detrás de él. Mientras tanto su compañero tenía a Juan de los dos brazos; el chico estaba enloquecido de la rabia. —Llame a mis padres y metanos en la cárcel si quiere, pero ¡ni se le ocurre ponerle un dedo encima a mi novia! — gritó enfurecido.

Pero sus gritos quedaron sofocados por el alarido de Liliana al otro lado de la puerta.

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