Los aretes de Beatriz

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Beatriz no se quiere bañar. Está tan débil que cuesta trabajo sentarla en su cama, mucho menos levantarla para ir al baño. Durmió mal, como las últimas noches. Los dolores no le dejan conciliar el sueño. Ha perdido la noción del tiempo, y a veces duerme más horas de día que de noche.

—Es importante que coma lo que más pueda, puede morir de inanición—, dice el médico para frustración de su familia. Beatriz se niega a comer. Nada le entra. Mariela, su enfermera, es la única que logra que le acepte algo, cualquier cosa. Lleva seis años dedicada a atender a Beatriz. No la deja sola un segundo. Está pendiente de lo que necesite, la acompaña. Conversan como si fueran dos viejas amigas. Beatriz se interesa por su vida, le pregunta por sus hijos, y hasta le está ayudando a pagar la universidad de su hija mayor, que iba a tener que retirarse por falta de recursos.

A las nueve Mariela le lleva la merienda; se sienta a su lado y le va dando pequeñas cucharadas de compota de manzana, eso parece gustarle. A la quinta cucharada Beatriz le quita la mano y le dice despacio, como para que a Mariela le quede bien claro: —No-quiero-más—. La enfermera se retira, le arregla las almohadas, le corrige la postura. Va al baño por un cepillo y la peina.

Beatriz pide el espejo y ella misma trata de arreglarse lo poco que le queda del pelo frondoso que tenía. Le faltan los aretes. Las perlas que su esposo le regaló en una navidad y que tanto le gustan. —Mija, tráeme mis perlas por favor— le pide a la enfermera. Le ha dado por decirle así, mija, porque se le olvidan los nombres.  Mariela va y las busca, pero vuelve sin ellas. —Señora Beatriz las perlas no están—.

No es lo primero que se pierde. La cadena de oro italiana, la que compraron en el Ponte Vecchio, lleva varios días perdida también. Beatriz se afana, pero no dice nada, no quiere que los demás se den cuenta de que está perdiendo la memoria. —¿Dónde la habré dejado? — piensa.

Se pone otros aretes, aunque no le gustan tanto. — ¿Cuándo viene Emilio a verme? — le pregunta a Mariela. —Acuérdese que esta mañana habló con él y le dijo que venía esta tarde— le anuncia la enfermera. Beatriz se queda pensativa y le pide: —Mija, vaya a comprar unas galletas para ofrecerle a mi hijo con el té—. Le entrega su tarjeta de crédito, Mariela ya sabe la clave, en los últimos meses es ella quien se encarga de hacer el mercado.

Al regreso la enfermera le ayuda a levantarse de la cama. —Vamos, despacio, son solo unos pasos hasta la sala, eso así, con cuidado, “despacito”, como dice la canción. Pero Beatriz no entiende el chiste.

—Mis piernas me tiemblan como si fueran gelatina— dice manteniendo el buen humor. Mariela le ayuda a sentarse en la silla del lado de la ventana, ahí donde más entra el sol; de todas maneras, se queja de frío. Mariela le trae una manta que coloca sobre sus piernas.

  —¿Otro poco de manzana, señora Beatriz? —

  —¡Qué obsesión con el tema de la comida, madre mía! — exclama Beatriz con una sonrisa.

Tocan a la puerta y Mariela va a abrir. —Hola ma, qué linda estas; ¿te cambiaste de aretes? —pregunta el hijo.  Emilio es el que maneja los asuntos de su madre, está pendiente de que nada le falte.

Mientras él está ahí la enfermera anuncia que saldrá a comprar las medicinas. —No se preocupe Mariela, yo voy—, le dice Emilio. Le pide la tarjeta del banco a su madre, pero ella no sabe dónde la dejó. —Podría jurar que se la di a Mariela—, dice, pero la enfermera asegura que no.

Cuando Emilio llama al banco para pedir una nueva el agente bancario le recuerda que está en sobregiro. —No puede ser, debe haber una equivocación— dice Emilio. —Yo mismo consigné en la cuenta la semana pasada la plata del mes—. El agente le explica que se han hecho retiros diarios de esa cuenta y de otra del mismo beneficiario por sumas que sobrepasan el promedio de los últimos meses.

—¿Hay alguna manera de verificar quien ha hecho esos retiros? — pregunta Emilio. Cuelga el teléfono y le dice a su madre que irá al banco para revisar las cámaras de seguridad para intentar saber quién ha estado sacando el dinero de su cuenta. 

Mariela lo acompaña hasta la puerta, espera unos minutos a que Emilio se vaya, toma su cartera y  dice con voz nerviosa que tiene una emergencia en su casa. —Me tengo que ir señora Beatriz, mi hija se enfermó y tengo que ir a verla.

—Espere mija, espere a que llegue Emilio—, le dice Beatriz, pero ya Mariela había cerrado la puerta.

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