Paris era una siesta

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Dentro de 4 horas saldría nuestro vuelo. El tiempo preciso mientras hacíamos las maletas y tomábamos un taxi para ir al aeropuerto. El tráfico había mermado, la gente estaba respondiendo a las medidas impuestas por el alcalde de París invitando a quedarse en casa. Nuestro paseo de 10 días se había visto truncado por una pandemia de la que nadie parecía saber nada. De un día para otro el bullicio de las calles se apagó, las plazas y cafés quedaron vacíos, los niños dejaron de jugar en los parques y el ruido de sirenas y pitos cedió al trinar de los pájaros.

Las fronteras de los países cerraban, los vuelos se cancelaban, y teníamos que buscar la forma de llegar a casa. El gobierno de nuestro país había dado 24 horas de margen para que sus ciudadanos regresaran. Habían decretado cuarentena obligatoria, quédense en casa, dijeron, el virus es agresivo. En ese maremágnum de noticias y llamadas logramos comprar tiquetes en un vuelo que nos llevaría directo a la ciudad donde vivimos.

Cuando nos acercamos a chequearnos mi esposo me pidió los pasaportes. Abrí la cremallera de esa cartera enorme de lona gris que le cabe de todo y uso siempre cuando viajo, pero la bolsita negra con los documentos no estaba. ¡Mierda!, ¿dónde están los pasaportes? Dije en voz alta ante la mirada atónita de mi esposo.

Mi cabeza encendió el video del día anterior. Solo nos habían dado un juego de llaves del AirBnB donde nos estábamos quedando, mi esposo había salido con mi hijo a hacer unas compras y se las habían llevado.  Se demoraban mucho, así que resolvimos salir también con mi hija a buscar algo de comer. Dejamos la puerta sin seguro, y por precaución, —porque era lo único de valor que dejábamos adentro—, escondí los pasaportes entre los libros de una pequeña biblioteca de la sala. Era el mejor lugar, nunca nadie los encontraría, había pensado en ese momento.

El apartamento estaba a media hora del aeropuerto. Tomamos un taxi y le rogamos al taxista que le apurara. Llamamos al dueño y le explicamos lo sucedido, él no vivía muy cerca de ahí, así que al llegar nos tocó esperarlo casi media hora. El estrés de mi esposo saltaba a la visa, le temblaban las manos, respiraba con ansiedad. Faltaban solo dos horas para que saliera el vuelo. Era la única posibilidad que teníamos de salir de Paris.

Subí los escalones de dos en dos hasta el cuarto piso, pensé que era más rápido que tomar el viejo y destartalado ascensor de puerta manual. Entré al apartamento y me acerqué a la biblioteca. Busqué el libro de Hemingway, Paris est une fete, había pensado que si estuviera en inglés lo hubiera leído, allí había dejado los pasaportes. Pero ahora no estaban. Busqué libro por libro, abrí cada una de las páginas. Quité los pocos adornos que había. Quizás la señora de la limpieza los había encontrado y cambiado de lugar: busqué en la cocina, en las alacenas, en los cajones de las mesas de noche. Nada. No estaban. Los putos pasaportes se habían desaparecido.

Bajé las escaleras sin prisa, haciendo respiraciones profundas para tranquilizarme ante lo inevitable. Los pasaportes no están, le dije tímidamente a mi familia. Fue mi hija la que reaccionó primero, —¿Y ahora cuando nos vamos a poder ir? ¿Qué vamos a hacer? — dijo con rabia en los ojos.

Ahora escribo esto desde este pequeño apartamento de Paris, donde no importa que el ascensor funcione mal y lento porque igual no podemos salir de aquí. Ya podré leer el libro de Hemingway, aunque esté en francés, aunque me demore semanas leyéndolo. Estamos en cuarentena. Y no sabemos cuándo podremos regresar a casa.

Este texto fue publicado en la libro Inficciones, Relatos de escritoras en confinamiento. (2020). Editorial Aguamiel. Narrativa Breve.

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