Reguetón triste

—Apúrate Liza que se nos hace tarde. Siempre somos los últimos en llegar.

—Ya voy, dame cinco minutos—, respondió ella cambiándose por tercera vez de vestido.

Siempre era así cada vez que salíamos. Se veía radiante con cualquier cosa que se pusiera, pero nunca estaba conforme con su apariencia. Al fin se decidió por un vestido rojo sin mangas que resaltaba su figura. Su ropa interior era magenta y le hacía juego con el vestido.

Se cepilló el pelo, se maquilló con calma resaltando sus bellos ojos miel, escogió entre sus joyas unos aretes de plata largos y me preguntó:

—¿Me veo bien, amor? —

—Estás hermosa, te ves guapísima—, le contesté mientras abría la puerta para salir y pensaba para mis adentros lo afortunado que era al estar casado con la mujer más linda del planeta.

Llegamos a la fiesta y casi no encontramos donde estacionar el carro, tuvimos que dejarlo como a dos cuadras del lugar. La casa estaba atiborrada de gente. La puerta de entrada estaba sin llave y cuando la abrimos todos se voltearon a ver a Liza, aunque ella parecía no enterarse, no se daba cuenta de su magnetismo.

 —¿Estas bien, amor? — me preguntó. —Sí, sí, vamos a servirnos un trago—, le dije tomándola de la mano y caminando hacia el bar. Me sentía bien claro, pero me incomodaba la lascivia con la que algunos tipos miraban a Liza. Yo conocía esa sonrisa imbécil que tienen los hombres cuando se sienten obnubilados por la belleza de una mujer. “Es mi esposa”, quise gritarles, pero a Dios gracias no hice ese papelón.

Pedí un whisky doble.  El bartender le preguntó a Liza qué quería y ella dijo que un tequila.  Era lo que siempre tomaba en las fiestas.

Las amigas de Liza se acercaron a saludar y se abrazaron emocionadas, como si no se hubieran visto en siglos; pidieron tequila también y brindaron tomándose una selfie; boomerang, boomerang gritó una de ellas. Cuando empezó a sonar J. Balvin comenzaron a cantar y a bailar dando brincos de alegría. Se movían como si estuvieran poseídas. Nunca he entendido el gusto de mi esposa por el reguetón, esa música estridente de letras obscenas, así que no la acompañé en el baile. Me quedé junto al bar, charlando con los que se acercaban en busca de un trago.

Ya iba por mi segundo whisky cuando se acercó un tipo alto, de bluejean apretado y barba arreglada, parecía un jardín con el pasto recién cortado. Me saludó sin presentarse y movido por lo que seguramente él pensaba era complicidad de género me dijo:

— ¿Qué tal el hembrón del vestido rojo? —

Alcancé a tomar aire para responder con tranquilidad y sin mirarlo le dije:

—El hembrón del vestido rojo es mi mujer. Y sí, es una diosa—.

—¿Y por qué no baila con ella? —, osó preguntarme.

—Porque está feliz bailando con las amigas y porque odio el reguetón—, le respondí mientras daba media vuelta y me iba para otra esquina.

Me distraje conversando con algunos amigos, pero de pronto alcé mi mirada buscando a Liza y el cabrón de la barba podada se le había acercado y estaba bailando con ella. Yo veía desde lejos el coqueteo del tipo, su lenguaje corporal, la forma como se le acercaba, le rozaba el pelo, la agarraba de la cintura acercándola hacia él. Liza le seguía el juego encantada, se reía, echaba la cabeza para atrás y bailaba al compás del reguetón, ahora de Bad Bunny. Quise ir hasta donde estaban y darle una trompada al tipo, pero me contuve.

Fui a servirme otro whisky, y otro, y otro más. No sé cómo, pero en un momento en que el tipo se acercó al bar, muy disimuladamente lo agarré del brazo y lo conduje hacia el garaje, en la parte de atrás de la casa. Le dije que quería mostrarle algo, que qué bien que lo estábamos pasando, que de tanto reguetón ya me estaba empezando a gustar, mientras él se reía jajaja, y se sentía mi pana, el gran pendejo.

Cuando entramos al garaje cerré la puerta detrás de mí y le pegué una trompada que lo dejó tirado en el suelo. Recorrí con mis ojos el lugar rápidamente y divisé una cuerda en una de las estanterías. La agarré y levantando al tipo que se había desmayado lo arrastré hacia el carro que estaba ahí estacionado y lo amarré a una de las llantas. Salí de prisa de ahí y entré a la casa como si nada.

Me acerqué a donde estaba Liza y le dije que tenía dolor de cabeza, que si nos íbamos ya y si le importaba manejar y le entregué las llaves del auto. En ese momento sonaba un reguetón triste, una canción que parecía más bien un lamento: “ay, ay, si tú te vas yo no quiero saber/si tú te vas con otro, mami, yo moriré…” Liza lo cantaba y me miraba, pero era yo quien quería cantarle, decirle, rogarle que no se fuera con el de la barba podada, que nunca se fuera con nadie.

Mientras caminábamos hacia el carro yo pensaba en el tipo amarrado en el garaje; en ningún momento le había dicho mi nombre, la única referencia que él podía usar para encontrarme al día siguiente era que yo estaba casado con la mujer despampanante del vestido rojo. Les preguntaría a los dueños de casa, que nos conocían muy bien. Era obvio que me encontraría. Pero en este momento no importaba. Estaba con Liza, con mi diosa del vestido rojo, con la que le gusta el reguetón triste, y ya pronto estaría en la cama con ella.

Llegamos a la casa y nos fuimos a acostar. —Liza, estabas maravillosa esta noche, te veías muy guapa—le dije. Pero ella no me respondió. Apagó la luz y se volteó para el otro lado de la cama dándome la espalda.

 

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