La cancha de la alegría: la reconstrucción de un sueño

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Yoander tiene 13 años y su pasatiempo favorito es jugar fútbol con sus amigos. Juega de delantero o medio campista, y con una amplia sonrisa me cuenta que es el que mete los goles y el que arma las jugadas. En las tardes cuando sale de estudiar, luego de hacer sus tareas, se reúne con sus amigos en la cancha del barrio.

Hasta hace unos pocos meses en el barrio Olaya Herrera en Cartagena de Indias, la cancha deportiva donde Yoander y sus amigos juegan se inhabilitaba cada temporada de lluvia, con inundaciones que alcanzaban casi un metro de altura. En esas aguas estancadas, llenas de mosquitos y hasta culebras, era imposible jugar cualquier cosa.  Como Yoander, cientos de niños no tenían un espacio donde jugar, no solo fútbol, sino kickball, o basketball, o simplemente saltar lazo, o montar en bicicleta. Las calles de su barrio, sin asfaltar, también se inundan. En un barrio donde viven más de 500 personas, casi la mitad de ellas menores de 18 años, la única cancha deportiva parecía una piscina. Tenían que ser pacientes y esperar a que pasaran las lluvias, entre 4 a 6 meses, para poder volver a tener la ilusión de meter goles o canastas.

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Graciela Almeida, vive en ese mismo barrio hace más de 7 años. Su casa está enfrente de la cancha, y con dos hijos pequeños, vivía frustrada porque no tuvieran un espacio donde jugar. “La mitad del año los niños no tenían a donde ir”, —dice Graciela. “Yo me preocupaba porque ellos salieran lejos de la casa a buscar donde jugar. Este es un barrio inseguro, y en ocasiones algunos jóvenes se dedican a las pandillas. Yo no quería que mis hijos estuvieran expuestos a eso”.

La preocupación de Graciela era compartida por muchas madres. Pero por más cartas que mandaban a la alcaldía de la ciudad para que les solucionara el problema, la ayuda no llegaba. “El Olaya Herrera siempre ha sido un barrio abandonado por el gobierno”, —dice Graciela con tristeza. Hasta que un día compartió su frustración con Andrea Villegas, su empleadora en la ciudad amurallada de Cartagena.  A los pocos días Andrea visitó la cancha y asumió como un proyecto personal ayudarle a Graciela y su comunidad. Lo primero fue insistir en la alcaldía y ante la empresa Aguas de Cartagena para que drenaran y secaran la cancha.

Unas semanas después la cancha estaba seca, pero totalmente desbaratada; había que arreglarla. Con el liderazgo de Andrea, la alcaldía fue a ver en qué condiciones estaba la cancha, tomaron fotos, y estimaron el costo para arreglarla: una suma exorbitante que se salía de la lista de prioridades de la entidad gubernamental. Andrea comprendió que era más factible solucionar el problema movilizando a la comunidad misma, a la empresa privada y fundaciones que conocía. Devolverles a los niños la alegría de jugar, se convirtió en su obsesión.

Con la ayuda del maestro de obra José Gregorio Torres, se armó un equipo de unas 10 personas con habilidades en construcción; el arreglo de la cancha se tornó en un propósito y un proyecto común. Durante 9 meses, de lunes a sábado los constructores trabajaron sin descanso, y los domingos, hombres mujeres y niños voluntarios, limpiaban y recogían escombros. Graciela y otras mujeres cocinaban para los trabajadores; iban recogiendo donaciones de alimentos para hacer un gran sancocho que alcanzara para todos.

Para evitar que se inundara de nuevo el maestro decidió subir la cancha 1 metro de altura y hacer nuevos cimientos.   La obra se llevó a cabo con todas las garantías de seguridad industrial: se repartieron sombreros, guantes, gafas a los empleados. Varias empresas y fundaciones donaron los materiales, el techo, la pintura.

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Para la inauguración, el barrio se vistió de fiesta: la gente hizo banderines de colores, empanadas, algunas empresas donaron comida, balones de fútbol. Fue el Tino Asprilla, futbolista colombiano ídolo de tantos niños. Jugó con ellos, firmó balones. Se organizaron bailes, entre ellos mismos armaron la coreografía, escogieron la música y crearon los vestidos. Se vio el talento escondido de las niñas y jóvenes del barrio.

La cancha de la alegría tiene un gran significado para el barrio. Es tener un espacio donde los niños y jóvenes pueden jugar. Donde las mujeres pueden hacer ejercicio temprano en la mañana. Donde los niños aprenden a montar en bicicleta. Pero significa también tener un propósito común, trabajar con entusiasmo y en equipo para conseguirlo. Significa también organizarse como comunidad, hacer turnos, respetar horarios; cuidar la cancha y mantenerla limpia.

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La lección más importante que se recoge de esta historia es el poder de la comunidad de buscar soluciones conjuntas, de unirse y luchar por un sueño. Es la dedicación de todo un barrio, que, con el liderazgo de Andrea Villegas, lograron sacar adelante el proyecto. “No dejes que nadie te robe la alegría”, está escrito en una de las paredes de la cancha. Y es esa precisamente la idiosincrasia de los colombianos: asumir los retos con tesón y optimismo. Este es un ejemplo de una iniciativa positiva, que surge en una cancha deportiva, y se traduce en la unión de voluntades. Es un ejemplo de lo que los colombianos podemos llegar a hacer y a ser.

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Para Andrea, la satisfacción de ver las sonrisas de los niños es su mejor recompensa: “Las sonrisas de los niños y niñas lo dicen todo. Y el entusiasmo de los adultos también”. La ilusión de arreglar la cancha se trasladó al deseo de ver sus casas más bonitas. Algunos pintaron. En navidad decoraron los árboles en las calles. La cancha de la alegría le dio visibilidad al barrio, la alcaldía arregló las calles. Ahora los habitantes ven su barrio con orgullo y se sienten empoderados. “Juntos podemos cumplir nuestros sueños”, afirma Graciela con orgullo.

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